-Te adoramos Cristo y te bendecimos
-Porque por tu santa cruz redimiste al mundo
ÉL SE ENTREGÓ A MÍ, POR ESO, YO LO GLORIFICARÉ; LO PROTEGERÉ, PORQUE CONOCE MI NOMBRE; ME INVOCARÁ, Y YO LE RESPONDERÉ. ESTARÉ CON ÉL EN EL PELIGRO, LO DEFENDERÉ Y LO GLORIFICARÉ; LE HARÉ GOZAR DE UNA LARGA VIDA Y LE HARÉ VER MI SALVACIÓN. (Salmo 91,14-16)
Había llegado, finalmente, la tan esperada hora. Era la hora de la Redención, para eso había descendido de los Cielos, para salvar a los hombres del yugo de la mancha de origen y llevar a toda la humanidad hacia la realización plena del amor en la vida eterna. Jesús sabía perfectamente lo que significaba ser el Salvador y no se echó atrás cuando fue apresado en el Huerto de los Olivos. Por el contrario, dio un paso hacia adelante y dejó que sus manos sintieran la opresión de las cuerdas con las que lo ataron como si fuera un malhechor. Así, atado y escarnecido fue traído al Sanedrín. El juicio fue un absurdo y una burla a su dignidad. Finalmente, Caifás, el Sumo Sacerdote, lo desafió: “Yo te conjuro a que me digas si tú eres el Hijo de Dios” (Mateo 26, 63). Nuestro Redentor enfrentó su condena a muerte asegurando: “Tú lo has dicho” (Mateo 26, 64). La condena decía: condenado al patíbulo por blasfemo.
¡Oh Jesús, qué fuerza hubiera podido salvarte en aquella hora! Nuestra Salvación dependía solo de ti y tú no te echas atrás, sino que firmemente declaras ser el Hijo de Dios sabiendo que así te condenaban. ¡Qué amor tan enorme pudo moverte hacia la muerte! Ayúdanos, Señor, a comprenderte más, a entender que sólo el amor nos salva, que estamos llamados a responder con nuestra vida a tu invitación a amar como tú nos amas y así poder dar mucho fruto.
Padre Santo, contemplando a tu Hijo condenado a muerte, danos la fuerza de la perseverancia en la fe, la esperanza y la caridad para que seamos testigos ante todos nuestros hermanos de este amor tan grande que llevó a tu Hijo a morir por todos nosotros. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.